
José Ortiz Muñoz ‘El Sapo’: el asesino serial más brutal que dio la tierra de Durango
Durango, tierra de silencios largos y cicatrices profundas, vio nacer a uno de los asesinos más temidos del siglo XX mexicano; José Ortiz Muñoz, alias 'El Sapo'.
Su historia, más cercana al expediente clínico que a la leyenda, se arrastra entre archivos judiciales, notas de prensa y diagnósticos psiquiátricos. Nacido durante la época postrevolucionaria, Ortiz Muñoz creció en un entorno donde la violencia no era anomalía, sino norma; a los nueve años, en 1917, cometió su primer crimen. Apuñaló a un compañero de escuela con un compás metálico, según su propio testimonio, por ser “el consentido de la maestra”.
Más tarde, fue recluido en un penal para adultos hasta los 14 años y, al recuperar la libertad, no buscó redención, sino entrenamiento, ya que en 1922 se alistó en el segundo Regimiento de Caballería en Monterrey, donde aprendió el uso de armas con precisión militar. Tras cumplir con sus labores profesionales en la milicia mexicana, su historial criminal se expandió sin lógica aparente. Asesinatos sin móvil, ejecuciones en frío, cuerpos abandonados en la madrugada, sin escatimar.
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¿El asesino serial más prolífico en la historia de México?
La violencia de Ortiz Muñoz no obedecía a códigos del hampa ni a venganzas personales, era placer y depravación sin freno, pues se le atribuyen más de 130 asesinatos, muchos cometidos sin móvil aparente, como el de un joven que se negó a darle fuego para encender un cigarro o el de un estudiante de medicina en Torreón, ejecutado sin provocación alguna. En otra ocasión, disparó contra un hombre que lo miró “con desprecio”, según declaró. Su historial incluye ejecuciones en cantinas, calles y zonas rurales, donde su presencia era sinónimo de muerte.
Tras años de ultra violencia, finalmente Ortíz Muñóz fue capturado en 1946 en Torreón, cerca de una Escuela de Tiro, donde se refugiaba con una pandilla de pistoleros. Al momento de su arresto, portaba varias armas cortas y una libreta con nombres tachados, presuntamente víctimas. La prensa lo bautizó como 'El Sapo' por su rostro de labios prominentes y andar encorvado. Fue trasladado a la prisión de Lecumberri, donde su caso atrajo la atención de especialistas en psiquiatría forense y, años después, sería recluido en las Islas Marías, donde terminó sus días como símbolo de la brutalidad institucionalizada.

Un objeto de estudio para la psiquiatría forense
Su mente fue objeto de estudio en la UNAM, donde el psiquiatra Andrés Ríos Molina lo analizó como un caso extremo de violencia funcional, no psicopática. Ortiz Muñoz no actuaba por placer ni por delirio; su violencia era útil, adaptativa, casi institucional. El Doctor psiquiatra Edmundo Buentello lo describió como portador del 'síndrome del pistolero', una patología social donde el asesinato se convierte en herramienta de afirmación.
En entrevistas carcelarias, 'El Sapo' justificaba sus crímenes con frases como “me miró feo” o “me faltó al respeto”, revelando una lógica de honor distorsionado, más cercana al código rural que al crimen organizado. Su caso fue tan singular que se convirtió en referencia obligada para la psiquiatría forense mexicana, y su expediente aún circula como advertencia de lo que ocurre cuando la violencia deja de ser excepción y se vuelve norma.
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